Ignacio Camacho titula: Carros de fuego
30 de julio de 2012
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Ese país es admirable, qué quieren que les diga. Aunque se empeñe en circular por la izquierda, aunque cultive una odiosa prensa amarilla, aunque se complazca en su aislamiento diferencialista, aunque jamás nos haya entendido a los españoles ni haya hecho el menor esfuerzo por intentarlo. Pero qué nación es Gran Bretaña cuando se molesta en sacar lo mejor de sí misma, ya sea para conservar una tradición, para perpetuar una democracia, para cultivar el sentido del humor, para inventar el fútbol, para resistir una invasión o para ganar una guerra. O para organizar unos Juegos Olímpicos y mostrarle al mundo su desacomplejado, imperial orgullo colectivo.
Sólo esos tipos pueden tener los santos huevos de sacar al irreverente míster Bean a parodiar la escena más solemne de la mitología cinematográfica del deporte. O de convencer a la Reina más hierática del planeta para que haga de ocasional chica Bond sin que se le tambalee la corona. Sólo ellos pueden blasonar al mismo tiempo de haber alumbrado la revolución industrial e internet, y sólo su portentosa arrogancia es capaz de mezclar en el mismo plano a Shakespeare y a Paul McCartney, a Peter Pan y a Harry Potter.
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Sólo los ingleses poseen ese don de unir de una manera natural y fluida la etiqueta con la trivialidad, el honor con la burla, el protocolo con el populismo, la pompa con la circunstancia. Y no hay nadie mejor que ellos para autocaricaturizarse sin perder la autoestima. Ése fue el mensaje de la ceremonia de los Juegos -discontinua, irregular, posmoderna, algo kitsch, a ratos brillante y a ratos plúmbea-: estamos tan orgullosos de ser como somos que no renunciamos ni a nuestras equivocaciones.
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De toda la larga gala londinense del viernes -una fantástica demostración de poderío en medio de la crisis, una proclama de resistencia frente al encogimiento de la depresión-, hubo dos momentos de significativa emocionalidad, de especial potencia expresiva. Uno fue el discurso de Sebastian Coe, un atleta reconvertido en gestor público con el estilo propio de un sobrio y elegante liderazgo para tiempos difíciles: «Contaremos a nuestros hijos y a nuestros nietos que estuvimos aquí, que lo hicimos y lo hicimos bien». Y el otro se lo reservó McCartney para prender el broche de oro de una vieja melodía compuesta para momentos tristes, un acorde rescatado de la memoria vitalista de aquellos años sesenta que cambiaron el mundo. «No lo hagas mal, no tengas miedo, no me falles. Toma una canción triste y hazla mejor». Eso es exactamente lo que han hecho estos tipos tan suyos y tan arrogantes que aún se creen la sal de la tierra; rebelarse contra la melancolía pusilánime de una época lúgubre y reivindicar con entusiasmo el espíritu de los carros de fuego, la esencia optimista de la fe en la superación. Lo han hecho y lo han hecho bien. Serán a veces raritos, pero qué gente tan notable.
Ignacio Camacho Periodista español
Columnista y editorialista del diario ABC
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