Francisco Cajiao: La decencia y la confianza

26 de julio de 2017

Decencia y Confianza




Ahora más que nunca debemos preguntar por la educación. Ya sé que cuando se analiza cualquier aspecto conflictivo de la vida nacional, terminamos siempre encontrando las raíces en las aulas escolares. Allá se llega al revisar cifras de producción científica o índices globales de competitividad, desarrollo industrial o prevención en salud.

Pero los fenómenos que enfrentamos en la gestión pública, la política y la justicia van mucho más allá de los límites razonables de carencias básicas en el desarrollo de la civilidad. El comportamiento civilizado implica, entre otras condiciones, la decencia y la confianza entre los ciudadanos, y estos dos atributos resultan más exigibles cuanto más encumbradas sean las posiciones que se ocupan en la sociedad.

Según la RAE, decencia significa: 1. f. Aseo, compostura y adorno correspondiente a cada persona o cosa; 2. f. Recato, honestidad, modestia; 3. f. Dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas.

DecenciaLa decencia se inculca desde la cuna, como la lengua materna y los hábitos de aseo, y no es un asunto de fortuna o linaje, sino de dignidad. Hay multitud de familias, de todos los matices sociales, regionales y religiosos, que educan a sus hijos para que sean decentes. Inculcan el aseo físico y espiritual, la honestidad y la dignidad en los actos y en las palabras. Allí se incuban buenos ciudadanos. En otras familias se adquieren los peores rasgos del carácter y las malas inclinaciones.

Lo que no sabemos es de dónde han salido los que hoy pretenden gobernar y liderar nuestro país. Quién educó a los jueces y fiscales que venden fallos y tuercen procesos. De qué familias proceden los políticos que forman parte de los escándalos de corrupción. Dónde aprendieron sus mañas los grandes contratistas y financistas que tienen casa por cárcel. Y los alcaldes, senadores, ediles, concejales, magistrados, ministros, policías, pastores que roban, amenazan, calumnian, vociferan, insultan a diestra y siniestra sin consideración alguna por su propia dignidad ni por la de todos los demás.

No se está pidiendo decencia al hampón, al asesino a sueldo o al borracho irresponsable, sino a quienes gobiernan, hacen las leyes, informan, imparten justicia, educan niños o manejan los recursos públicos. La decencia obliga en distinto grado “conforme al estado o calidad de las personas”. Quien más dignidades públicas asume tiene mayor obligación por su propia dignidad.

Cuando los líderes se degradan, la sociedad sufre un daño irreparable, pues se destruye la confianza en las instituciones y en las personas que las representan. Se equivocan quienes creen que la popularidad y la obsecuencia son lo mismo que la confianza. La violencia social y el deterioro del Estado se agudizan cuando los comportamientos indecentes y perversos de los dirigentes comienzan a ser imitados por sus áulicos y seguidores, corroyendo todos los cimientos de la ética pública.

La campaña que viene no tiene buen presagio. La violencia verbal y moral ha sustituido el ruido de las balas, y la población civil, que durante décadas estuvo al margen de un conflicto cruel que se libró en los campos, ahora es víctima de una confrontación que la divide y la asedia, sin entender lo que le está sucediendo, porque la razón no forma parte del estilo de los bárbaros.

Quienes sembraron el terror del castrochavismo no entienden que la real tragedia de Venezuela es haber caído en manos de patanes que insultan y vociferan mientras violan todas sus propias leyes.

Francisco Cajiao Francisco Cajiao
Filósofo y economista colombiano
Consultor de Naciones Unidas
fcajiao11@gmail.com

 

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