Elogio de Lance Amstrong
24 de octubre de 2012
Compartir el post "Elogio de Lance Amstrong"
La estilográfica, el bloc de notas en octavo menor, la jarra de café, la cápsula de Pharmatón Cómplex : el rito matinal de la escritura. Constato que me fui moderando mucho con los años. A los treinta, esta jarra sería sólo la primera de las que irían sucediéndose, a lo largo de la noche más que del día. Y la caja de Pharmatón quedaría siempre a mi izquierda, mientras siguiera escribiendo: nunca me molesté en contar cuántas de aquellas cápsulas me había zampado a lo largo de una jornada de trabajo.
Cuando eso terminaba -día o noche- un ansiolítico suave desaceleraría la inercia acumulada. Y nunca se me pasó por la cabeza que eso pudiera afectar a la calificación de lo escrito. Ni a mí, ni a ningún escritor en su sano juicio. Uno escribe y paga el coste. Como en todo. Paga en cansancio, en salud, en vida familiar o en lo que sea. Si no le gusta, se dedica a otra cosa. Como el alcohol me desagrada, me libro del precio descrito por Marguerite Duras: cargar siempre con una botella de whisky en el equipaje, porque, si no podía escribir, ¿a ver cómo mataba la ansiedad?, y, si escribía, aún peor. Y, como las anfetas que probé para preparar exámenes hace cincuenta años, cuando aquí se expedían sin receta, me parecieron bastante desagradables, tampoco pasé por la ventanilla en la cual Sartre cuenta haberse dejado vista y salud a cambio de coridranes para escribir la Crítica de la razón dialéctica. Pero nadie trabaja como un animal sin pagar su precio: físico o anímico. Y es cosa suya.
Leo, en toda la prensa mundial, la degradación de Lance Armstrong, del infinito al cero. Con desasosiego extraño en alguien a quien no atraen los espectáculos deportivos, pero que trata de no hacerse el imbécil. Es el desasosiego de quien sabe -como todos los que fingen ahora escándalo- que la ilimitada exigencia de que el espectáculo siga maravillando a sus espectadores pasa por necesarios usos magistrales de la química. Y que la verdadera carrera, la más fascinante que se libra en la profesión deportiva, es la que enfrenta a los fabricantes de estimulantes eficaces con los fabricantes de test capaces de detectarlos.
Deporte y espectáculo deportivo no son exactamente lo mismo. No lo son, en absoluto. Y la retransmisión universal de ese tipo de espectáculo mueve cifras económicas que hacen saltar cualquier reparo hacia la química que sea precisa para mantener al espectador sediento de emociones fuertes. Hemos perdido la cuenta de los profesionales muertos en acción. Aunque, la verdad es que de las cifras más duras ni tenemos noticia: son los años de deterioro y muerte prematura que siguen a la gloria. Sólo cuando la República Democrática Alemana cayó bajo su muro, los archivos médicos de sus federaciones nos permitieron atisbar lo monstruoso sobre lo cual se erige el espectáculo. Sería aleccionador saber dónde trabajan hoy los Mengeles de entonces.
Armstrong es ejemplo límite. Sus farmacéuticos fueron mejores que los de sus oponentes. Si estuviéramos hablando de deporte, podrían los contrincantes sentirse ofendidos en su gratuito juego de caballeros. Pero no era deporte. Ni era gratuito. Era espectáculo. Muy rentable. A cambio de una fracción del beneficio, los adultos participantes pagan en salud y parte alícuota de vida. Como en cualquier trabajo.
Decía Sartre, a los 75 años, preferir haber llegado a la vejez hecho un asco, a causa del exceso de coridranes, que haber sido un saludable ancianito que no hubiera escrito la Crítica de la razón dialéctica. Cada cual elige.
Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía Universidad Complutense de Madrid
Compartir el post "Elogio de Lance Amstrong"



