La guerra de los mil días
23 de octubre de 2013
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No es fácil echar a un dictador como Assad y menos cambiarlo por una panda de decapitadores
Lo que a principios de 2011 comenzó como una protesta civil, alentada por la mal llamada «Primavera Árabe», ha ido enconándose hasta convertirse en una bestial carnicería. La guerra, que muchos pronosticaban fugaz, se prolonga ya más de mil días y no hay visos de concluya en breve y con el derrocamiento de Bashar al Assad.

No son sólo los alauíes, el 15% de la población pero hegemónicos entre la oficialidad, el alto funcionariado, la policía y los servicios secretos, los que se han reagrupado en torno al sátrapa. Otras minorías parecen haber llegado a la conclusión de que les aguarda un fúnebre destino si triunfa la revuelta.
Algo similar sucede en la escena internacional. El colapso del régimen rompería el eje Siria-Irán-Hizbolá, algo que ansían Arabia Saudí y Qatar y favorecería a Israel, pero el acceso al poder en Damasco de bandas de decapitadores plagadas de admiradores de Al Qaida y el probable desmembramiento del país en cantones sería perjudicial para Occidente.
No sólo en Oriente Próximo aumenta el número de analistas convencidos de que el mejor resultado de la guerra en Siria es que no haya resultado de momento.

Con ese telón de fondo, poco éxito puede tener la llamada hecha ayer por los ministros de Exteriores que forman el «Grupo de los 11 de Londres», urgiendo a la oposición moderada a comprometerse con el proceso negociador, al tiempo que reiteran que Asad no puede jugar papel alguno en el futuro.
Tal como pintan las cosas sobre el terreno y tras la jugada rusa, que frenó la operación de castigo de Obama, no será fácil convencer a Assad de que debe echarse a un lado. Y casi tan difícil se presenta la localización de esos moderados con los que montar un gobierno de transición.

Alfonso Rojo
Periodista español
Columnista del ABC y Director de Periodista Digital

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