Gabriel Albiac: El retorno del leviatán
22 de noviembre de 2013
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El Estado moderno es una condensación de fuerza sin precedente. Bajo su primer esbozo, en la monarquía absoluta, consuma un proyecto hasta el siglo XVII impensable: la reducción de toda realidad social al control de un solo vértice. Nuestro mundo comienza en esa inflexión, que centraliza la fuerza militar, articula la red universal de funcionarios y da incluso ruda batalla por el control estatal de las prácticas y liturgias religiosas.

Puede que lo más disolvente que suceda en la España de los últimos treinta años sea el olvido de eso. Y la normalización con el peso de un automatismo o de una evidencia del lenguaje que asume como deseable la repartición de todos los poderes del Estado entre las solas entidades oligárquicas a las que llamamos partidos. Los partidos son, sin duda, una parte de las sociedades democráticamente constituidas. Una parte (eso significa «partido»). Hacer de ellos los únicos y universales agentes del poder es bascular hacia algo que sólo usa el término democracia por analogía. Pocos se atreven a asomarse a la paradoja envenenada que esto encierra. Y, de aquellos que sentaron las bases de la Constitución vigente, sólo José Miguel Ortí Bordás se ha atrevido a formular, en un libro de rigor impecable, Oligarquía y sumisión, el problema que hoy vemos llegar a su punto crítico: «el Leviatán al que un buen día se segmentó con el fin de preservar la libertad de los ciudadanos está a punto de unir cada uno de sus fragmentos y reaparecer entero, desafiante y amenazador». El Leviatán es, por supuesto, en inequívoca referencia hobbesiana, el Estado. La segmentación, planificada para que el ciudadano pudiera sobrevivir a su omnipotencia, se llama división de poderes. Y el retorno a la totalidad, a la absolutez de una máquina de fuerza sin limitaciones, se llama toma de control por los partidos del último refugio para la defensa ciudadana: el gobierno de los jueces.

El artículo 16 de la primera declaración de los derechos del hombre y del ciudadano sentenciaba, en 1789, cómo «una sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución». La Constitución de 1978 se ajustaba a eso. Hasta que llegó la apisonadora de los años González: la ley orgánica del 85 puso el gobierno de los jueces en manos de los partidos. Y el Leviatán se recompuso. Nadie ha vuelto a segmentarlo.

Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía Universidad Complutense de Madrid

Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía Universidad Complutense de Madrid
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