Gabriel Albiac: Un elogio de la vejez
20 de marzo de 2020
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La vejez sucede a los otros. Soñamos. Nadie se atreve a asomarse a eso, inexorable, que le anuncia el declive de su tiempo. Y no importa nuestra edad: llamamos viejos a los que sencillamente tienen más años que nosotros. ¿Quién tiene la bastante fuerza para decir, más allá de la ironía, «soy viejo»? Lo somos todos. La vejez es el síntoma de una especie, la humana, que en la moneda del tiempo debe pagar lo mejor de su recorrido: la inteligencia, sí; también, la conciencia moral que sólo acumulando inteligencia se hace fuerte. La vejez es el nombre humano del tiempo. Y el tiempo, el único signo de identidad del hombre.
Nada, en el decurso de esta crisis, me ha sobrecogido más que el consuelo espontáneo de las primeras declaraciones acerca del coronavirus: «nadie se alarme, mata sólo a los viejos». O sea, a «otros».
Quienes decían eso estaban formulando: «nadie se alarme, mata sólo lo humano». No se daban cuenta, claro está. Pero en esa inconsciencia reside la tentación de lo inhumano que nos acecha siempre. En los momentos más difíciles, la tentación de lo monstruoso corre el riesgo de pasar como urgencia inevitable. Así pasó, en sus formas más extremas, con los totalitarismos que hicieron de la eugenesia humanitarismo propio. Pero esa tentación retorna fácilmente.
Viejos somos todos. Por ser hombres. Tengamos la edad que tengamos: caminantes hacia la muerte, que es el vivir del cual los grandes poetas de la lengua española hablaron siempre. El Quevedo que sabe cómo el tiempo nos hace, en cada instante, «presentes sucesiones de difunto». El Góngora que llama a que la inteligencia sepa sobreponerse al pavor de tal destino: «la razón abra lo que el mármol cierra», en deslumbrante traslación lírica del san Pablo que interroga: «muerte, ¿dónde está tu victoria?». Imponer la racionalidad al arrebato irracional del miedo nos hace hombres. Nuestras obras se sobreponen al torrente del tiempo: Rembrandt es la eterna luz impuesta a lo perecedero. Lo son Velázquez, Cervantes, Bach, Shakespeare… Sólo así la humanidad vence a la muerte: sabiéndose vieja; vieja y, por ello, eterna. Porque a esa vieja obra humana que no se rinde, que persevera, llamamos inmortalidad.
Humano es, frente al resignado dejar morir lo viejo, guerra por vencer al tiempo. Los griegos, de los cuales todo aquel que piensa es heredero, sabían esto. Heráclito: «Guerra de todo es padre, de todo es dios». Guerra que salva de la rendición el honor de haber sido hombres y hombres libres: esa estirpe combatiente, en cuya acumulada memoria hablan las épicas que supieron desplegar todas sus generaciones.
Entre los libros y la música que alzan, en torno a mí, mi virtual trinchera, he buscado hoy a un poeta galés. Sombrío a veces y siempre deslumbrante. Jamás resignado. Dylan Thomas asiste, en el poema, a la agonía de su padre. Lo exhorta a que resista, a que no ceda un milímetro a la enemiga postrera. «Do not go gentle» («No entres dócil»). El poema puede escucharse en la voz sobrecogida del poeta (www.youtube.com/watch?v=1mRec3VbH3w). O en la bella versión musical de John Cale (www.youtube.com/watch?v=42JTU4vuyEg).
O, mejor tal vez, tomemos de su estantería el libro que lo contiene: «No entres dócil en esa dulce noche./ Debe arder la vejez y delirar al fin del día…/ ¡Rabia, rabia contra la agonía de la luz!». No, no hay resignación que no mienta. Hay derrota. Aceptada. Y dócil. O bien la rabia que combate. No, no entremos dócilmente en esa noche serena. Nunca.Gacriel Albiac, catedrático de Filosofía de la Complutense. Ha obtenido los premios González Ruano, Samuel Toledano y Nacional de Ensayo. Su último libro es «Blues de invierno»
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