Gabriel Albiac: Tierra de nadie
16 de abril de 2020
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Todo, de pronto, se trocó en tierra de nadie, no man’s land, desierto humano. Tras mi ventana, hay la luz de un farol: gillette que corta el perfil de la noche. Calle vacía. Silencio. La irrealidad de la ciudad, que aflora inmóvil, arrebatada al tiempo, tiene la textura de un sueño. La imagen pone en mí un desasosiego de déjà vu; lo ponen la negrura que la luz perfila, el trastrueque del mundo en cine mudo, la irrealidad que devora todo sentido.

El imperio de las luces
Trae a mi memoria un cuadro. Lo vi, hace muchos años, en el Guggenheim de Venecia. Magritte hizo de él varias versiones a inicio de los cincuenta. Lo llamó «El imperio de las luces». Dos focos geométricos de luz, farol y ventana, acentúan la negrura solitaria del paraje urbano, bajo un cielo de nubes aborregadas. No hay nadie ahí.
El choque de luz y sombra fija el algoritmo de los ausentes. Su carga de soledad aplasta. Eso me hizo entonces emparentarlo con otra pintura de ausencias, que lo precede en casi cinco siglos. Es mi recuerdo más irrevocable de una ciudad a la que amo: Urbino.

La città ideale
No conocemos al autor de esa témpera sobre tabla que lleva el título de La città ideale, y que cifra la perfección de los espacios urbanos en una pulcra geometría utópica, de la cual hubieran sido depurados sus habitantes.
Y, en la noche de Madrid, como en aquellas indolentes de Venecia o de Urbino, me ha venido el recuerdo del Baruch de Spinoza que perfila las complejas estrategias del dominio. Las cuales se articulan en torno a una operación crítica: ¿cómo hacer de la soledad el instrumento que permita encerrar a los desprevenidos ciudadanos en la pasiva condición de espejos, dentro de una sociedad a la que el poder imprime un sello disciplinario que es más tiránico cuanto menos visible? Es una operación en la cual se decide la obediencia resignada, porque «aquella sociedad cuya paz dependa de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado, porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien el nombre de soledad que el de sociedad».
La soledad, que impera al otro lado de mi ventana, me habla de esta sociedad despedazada: una ciudadanía que se constate diezmada por sus dirigentes, exigirá, en justicia, cobrarse sus cabezas. De inmediato. El virus chino ha puesto a los españoles ante una escena enigmática: un país europeo y rico, dotado de una excelente estructura sanitaria, registra la mayor tasa de muertes del mundo. Nadie explica por qué, sin embargo. Nadie -y es eso lo más grave- juzga que haya por qué explicar nada. Y, a la certeza de que sólo una pésima gestión y una inconsciencia política en la raya de lo delictivo pueden dar razón de esto, la adormece el ronroneo jovial de los televisores.
No hay Estado. Y, en su ausencia, hay unas máquinas audiovisuales que funcionan como apisonadoras de almas. No hay presidente, no hay gobierno, no hay ministros que sepan siquiera de qué va su negociado. Y, en esa ausencia de instituciones y lógicas de Estado, hay un asesor a sueldo, especialista en mercadotecnia, que juega con las serpientes de la propaganda. Mientras la gente muere. En los porcentajes más altos del mundo civilizado. No hay mascarillas, no hay test que midan el contagio, no hay directrices sanitarias mínimamente coherentes que pongan a médicos y enfermeros al abrigo del contagio en masa. Hay sólo la marioneta de Iván Redondo. Y un buen puñado de televisores.
En esta tierra de nadie hemos sido abandonados: páramo de solitaria servidumbre. Llamar sociedad a esto es un insulto.Gacriel Albiac, catedrático de Filosofía de la Complutense. Ha obtenido los premios González Ruano, Samuel Toledano y Nacional de Ensayo. Su último libro es «Blues de invierno»
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