Gabriel Albiac: Otro gobierno
16 de marzo de 2020
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Una morada solitaria y en silencio puede ser el paraíso. Si la pueblan libros. Pascal y Borges dan versiones, lúcidas y sucintas, de eso. «Yo, que me imaginaba el paraíso / bajo la especie de una biblioteca».
Vivo bajo la plaga igual que he vivido estos años. Mi biblioteca es aceptablemente buena. Y, si me viene el capricho, puedo ser infiel al silencio pascaliano con la universal música que regala la telemática. Nada ha cambiado en mi vida. Salvo el mundo que me rodea. O sea: todo. Básicamente: muere gente. Básicamente: hay responsables de esas muertes. Básicamente: ponen cara de no serlo.
Ningún reproche tengo hacia los virus. Ellos nos exterminan sin saber que lo hacen. Nosotros sabemos que debemos exterminarlos y no estamos seguros de saber hacerlo. A eso se reduce todo. Tengo todos los reproches hacia quienes administraron esta crisis. En este mundo, se puede ser incompetente, se puede ser malo. Ser ambas cosas es imperdonable.
Hace dos semanas, la plaga estaba identificada: se conocía su mecánica exponencial de contagio. Esto la hacía nueva: largo período de latencia y altísima velocidad de transmisión. Lo peor en una enfermedad infecciosa. Podía discutirse el modo de aislar. Lo no discutible era que había que prohibir concentraciones masivas. Exactamente lo contrario hizo el gobierno español ante el 8 de marzo. No es que lo suspendiese o, al menos, lo desaconsejase; es que lo promovió y encabezó. Vox añadió su granito de arena. No había duda sobre lo que vendría. Ha venido.
Fueron días de demencia. En los cuales y a través de los televisores, se oyeron cosas como que lo que mataba «no era el virus sino el machismo». Me pregunto, sincera y fríamente, cómo podrán cargar con su conciencia a cuestas quienes lanzaron alegremente esa consigna y expusieron con ella a miles de personas a convertirse en transmisoras de una enfermedad que ha matado ya, en la ciudad de manifestación y mitin, a 213 personas. Y cuyos 3.544 madrileños infectados veremos multiplicarse en espiral en los días que vienen, porque el virus se manifiesta entre una semana y dos después del contagio.
El sábado, el presidente anunció el estado de alarma. Y tardó 36 horas en aplicarlo: o sea, rebajó absurdamente su eficacia, al facilitar la huida de gentes despavoridas. Y el ejecutivo quedó paralizado por el delirio de un populismo que veía la ocasión de conceder la independencia a Cataluña por la puerta trasera. Era el momento de que el presidente expulsase a esa gente del gobierno, rompiese con los infames que juegan a independentismos en medio de la muerte y procediese a lo único que puede poner coto a una tal emergencia: un gobierno de crisis que agrupe a todos los partidos constitucionales; o, al menos, a todos los partidos adultos. Sin eso, estaremos perdidos. Y nada da a entender que Sánchez tenga ya siquiera capacidad para algo tan básico. No lo sabe, pero su gobierno ha muerto.
Eso me da vueltas en este silencio de mi biblioteca. Que hubiera debido ser el paraíso.Gacriel Albiac, catedrático de Filosofía de la Complutense. Ha obtenido los premios González Ruano, Samuel Toledano y Nacional de Ensayo. Su último libro es «Blues de invierno»
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