Venganzas de lo privado

15 de noviembre de 2012

Petraeus portada

Un turbio incidente sexual sin desenlace jurídico acabó, hace un año y medio, con quien era el candidato favorito a la presidencia francesa. La vida política del brillante Strauss-Kahn quedó rota. Quedó rota su vida a secas. Una turbia encrucijada sexual acaba ahora con el general David Petraeus, director de la agencia más temida del planeta. Y pone en alto riesgo de seguir por el mismo camino al general al mando de las tropas estadounidenses en Afganistán, John Allen. La desmesura, en esta trama como de fotonovela, es aún más desasosegante; por la desproporción entre lo hechos contados -más bien risibles- y lo enorme de sus consecuencias.

En lo que se nos cuenta acerca de lo sucedido entre los dos militares y las damas en las cuales naufragaron, nada hay de notable salvo el ridículo. Pero casi todo lo que se relaciona con el sexo suele trocarse en ridículo al pasar de la penumbra a las luces frontales. Es lo que el viejo aristócrata británico constatara, con el plácido cinismo que otorga la edad adulta: «la posición es ridícula, el placer escaso y el coste excesivo».

Si no estuviéramos hablando de dos de los hombres que tienen mayor responsabilidad de vidas pendientes de sus decisiones, parecería una de tantas historias pintorescas de adolescentes no demasiado versados en la mala uva de la vida. Infidelidades conyugales: lo de siempre. Y correos electrónicos indiscretos: lo de ahora. Y celos: la más descerebrada de las pasiones humanas. Que un alto mando militar -o un empleado de correos, o un vendedor de cacahuetes- viole el contrato matrimonial firmado de común acuerdo con su esposa, parece, en elemental evidencia, ser cosa de los dos firmantes y de la ley que fija las consecuencias materiales que deriven de la ruptura. Si, además, ese contrato incluye dimensión sacramental -en la hipótesis de que los dos contratantes lo hayan acometido como acto de testimonio religioso-, la violación acarrea complementarias culpas de orden moral y trascendente. Lo que no parece es que, en ningún caso, incluya en sí misma dimensión política alguna. Las sociedades modernas viven en la ilusión de haber blindado las barreras que separan lo privado de lo público. Y de haber conseguido, con ello, garantizar la autonomía personal por encima de las tentaciones invasivas que impregnan, desde su nacimiento en el siglo XVII, el Estado moderno. Pero es una ilusión, una consoladora fantasía. Al final, el linchamiento privado sigue dando eficaces rentabilidades a aquel poder político que sabe utilizarlo.

Vivimos, ciertamente, en lo más turbio de nuestros anacronismos inconfesos. Y, de un paradójico modo, es como si la contaminación de la vida privada como arma política se hubiera vuelta ahora más cavernícola -y más eficaz- que nunca. En los finales del siglo XIX, un presidente francés podía morir en medio de un encuentro sexual con su amante en la oficial residencia del Eliseo; la cosa era objeto de chacota, pero ahí se acababa su resonancia. Los fugaces -y casi públicos- alivios erotómanos de J. F. Kennedy son materia para la destellante crueldad literaria de James Ellroy; pero en nada alteraron políticamente su mandato. La tempestuosa vida amatoria de François Mitterrand era conocida por todos; ningún medio de prensa hubiera ensuciado su prestigio hablando de esas minucias… Las historias adultas de alcoba conciernen sólo a sus protagonistas. Muy enfermos debemos de andar todos para que, bruscamente, despertemos con dengues victorianos. Muy enfermos, o muy cínicos.

 

Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía Universidad Complutense de Madrid

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