Vicente Echerri: La cena de aquel jueves
15 de abril de 2017
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La escena es muy conocida, pues varios pintores ilustres la han recreado: una habitación sin adornos en la que un grupo de hombres, 13 para ser más exactos, se reúne en torno a una mesa, todos atentos a uno de ellos que la preside y a quien los artistas le acentúan el resplandor del rostro y la tristeza de la mirada. El más joven del grupo se recuesta amoroso sobre el pecho del líder. Otro, el de semblante más hosco, mira con vergüenza al maestro que le tiende un pedazo de pan mojado. El que parece más viejo, tiene unos ojos inquisitivos que transparentan el temor y el asombro.
Para que no falte ningún ingrediente de la tragedia humana, la última cena de Jesús con sus íntimos está contaminada por la traición –“uno de vosotros me ha de entregar”–; por la duda –“¿seré yo, Señor?”– y por la certidumbre del abandono –“Pedro, antes que el gallo cante, me negarás tres veces”.
Los cristianos, al reflexionar a lo largo de los siglos sobre esta reunión, al recrearla diariamente en su liturgia, al escenificarla en procesiones y autos sacramentales no pueden dejar de hacerlo como si se tratara de una novela que ya hubiesen leído, o de una obra de teatro cuyo desenlace es del dominio público. La muerte de Jesús y los hechos que la anteceden han sido vistos por la Iglesia a través de la fe, están teñidos de teología, contemplados desde la “experiencia” de la resurrección de Jesús.
Pero para aquel grupo de hombres reunidos en torno a la mesa de la Pascua en lo que fue el primer Jueves Santo de la historia, el final triunfante de los Evangelios era un capítulo desconocido, y sobre ellos se cernía la imagen pavorosa del suplicio y la persecución. El rabino elocuente que había ejercido en su presencia sus poderes de taumaturgo y en quien ellos habían cifrado las esperanzas de restaurar el reino independiente de David se mostraba ahora ensombrecido por el pesar: “Mi alma está triste hasta la muerte”.
¿Qué pueden responder a este discurso aquellos hombres rudos, iletrados en su mayoría, a quienes la misma persona que alguna vez los sacara de sus pedestres y ordinarios menesteres prometiéndoles el reino de los cielos les anuncia ahora el inminente fin de ese sueño?
El Evangelio de San Juan, el más teológico y tardío, dedica buen espacio al consuelo y las esperanzas que Jesús da a los suyos, en los que ya parece obrar como la asumida Segunda Persona de la Trinidad a que lo exaltara con posterioridad la Iglesia. Los otros evangelios son más parcos, y posiblemente más auténticos. En ellos todo parecería indicar que si Jesús resucitó de entre los muertos el domingo, como sostiene la Iglesia desde el principio, ni él ni sus discípulos sabían tal cosa el jueves por la noche, reunidos para comer la Pascua y apesadumbrados por el anuncio de su muerte que, con razón, suponen en un suplicio atroz.
Es en ese contexto desolador, cargado de angustia, de desesperanza y de miedo, que aquel joven maestro hace ante sus amigos un rito insólito y les pide que lo repitan en memoria de él. Siguiendo su costumbre de hablarles en parábolas, ha encontrado ahora un símil oportuno: el pan, el alimento de los pobres, el más común en el Mediterráneo, que desmigaja amoroso ante ellos, es su cuerpo, al que ya ha renunciado en fidelidad a su prédica; la copa de vino que hace circular es el equivalente de su sangre.
Sobre este momento constelar se han detenido a reflexionar millares de pensadores y teólogos, y de sus disquisiciones han salido otros tantos tratados, así como diferentes movimientos e iglesias que han llegado hasta hacerse la guerra por lo que consideran la correcta interpretación de ese recordatorio. No es lugar aquí para discutir los pormenores del dogma eucarístico. A decir verdad, no me conmueve tanto la trascendencia doctrinal del rito –plagado de especulaciones y énfasis eclesiológicos– como la petición que ese extraordinario maestro judío le hace a sus amigos la víspera de su ejecución, de que lo recuerden siempre con los sencillos elementos de la dieta del hombre.
Jesús habría de morir al día siguiente. De él nada más sabemos a ciencia cierta. En lo adelante, el fulgor del mito hará inseparable al hombre de su oficio mesiánico. Jesucristo será el Dios encarnado, el Redentor del género humano, la Cabeza de la Iglesia y el Señor de la Historia, inevitablemente distorsionado por dos mil años de religión en su nombre.
Pero hay un momento anterior a esta apoteosis mitológica –y menos espectacular, más íntimo, que su proceso y su ejecución–, en que la narrativa evangélica nos deja ver a Jesús bajo una luz intensamente humana: esta última cena con que concluye su magisterio y en la que, medroso y atribulado, les pide a sus amigos que nunca vayan a olvidarlo.
Vicente Echerri
Escritor cubano, autor de poesía, ensayos y relatos.
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