Gabriel Albiac: Golpe escénico
14 de noviembre de 2014
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Política y escena son lo mismo: inducción de representaciones anímicas, cuya eficacia se mide por su capacidad para imprimir en el espectador identificación sentimental con lo representado. Ni política ni teatro se atienen a más verdad que la de su potencia para poner en el sujeto pasivo la convicción blindada de que en el buen desarrollo de la farsa está su dicha. Y es esa ausencia de realidad a la cual atenerse la que dota a ambos, teatro y política, de su fuerza; modelar afectivamente a los sujetos que pagan ambas artes: en taquilla los unos, en Hacienda todos. Decir de una función teatral o política que ha sido una farsa, es enunciar un pleonasmo. Si se pretende valorar la función, solo existe un criterio: el éxito emocional que ella haya generado.
¿Ha sido una farsa la consulta catalana del domingo? Claro que sí. Como todo acto político. No perdamos demasiado tiempo en enunciar lo obvio: un patriarca, ornamentado con los decorados y atributos del sentimentalismo nacionalista, ha puesto en marcha lo que solo puede llamarse un golpe de Estado: tan escénico como cualquier otro. ¿Ha violado las leyes? Por supuesto. ¿Ha incurrido en supuestos que debieran arrastrar su inhabilitación como prólogo de su procesamiento? Hasta un niño sabe eso. En tiempos más duros, la sedición era objeto de pena máxima. Por fortuna, hemos ido civilizándonos.
Solo que no ha habido reacción a eso. Y, sobre la escena, el patriarca ha podido exhibir ante su clientela un éxito: ha roto la unidad legal de España; nadie ha movido un dedo para impedírselo. Su victoria es completa.
Los derrotados aducirán ahora la inanidad real de lo sucedido. Pero lo real no cuenta. Claro que se ha acercado a las fingidas urnas menos de un treinta por ciento. Claro que los fieles no suman más de un veintitantos. Da lo mismo. La apoteosis que cierra la comedia se ha consumado: «¡Hemos hecho lo que nos dio la gana! ¡Hemos violado sensatez y leyes! ¡Hemos desencadenado una sedición! ¡Y nadie ha tenido narices de estorbarnos siquiera! ¡Un Estado que renuncia a la capacidad constrictiva no es un Estado! ¡Existimos nosotros, porque España no!».
Todo en política se desenvuelve y se resuelve en el relato. En los años que gestaron la tragedia europea de entreguerras, ese relato existió solo en las retóricas grandilocuentes de las cuales iban a nacer fascismos y estalinismo. Los totalitarismos saben esto que les es esencial para sobrevivir: que gana aquel que genera teatro y, a ser posible, ópera, que es aún más hortera favorable: la tan wagneriana burguesía catalana debe haber aprendido muy bien eso. Lo aplica ahora. Lo aplicarán, en unos meses, los populistas bolivarianos en el resto de España. Herederos como son de esos totalitarismos de entreguerras. Que fueron la versión más operística de la farsa. Y la más exterminadora. El Núremberg de Leni Riefenstahl y el Bayreuth de Wagner son tan esenciales a la toma del poder por Hitler cuanto las SA y las SS. Ahora, se llaman televisores.
Lo saben los nacionalistas catalanes, a quienes pronto seguirán los vascos. ¿Lo sabe el Gobierno? Es dudoso. De saberlo no hubiera perdido esta batalla como la ha perdido. Sin darla. Sin hacer uso de los medios constrictivos con que la constitución toda constitución democrática lo dota para defender al ciudadano. Que es su única razón de ser. Es el peor modo posible de naufragio: rendirse ante un golpe de Estado escénico, pero golpe sin combatir siquiera para defender a los golpeados.
Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía Universidad Complutense de Madrid
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