Gabriel Albiac: El síndrome chino

14 de mayo de 2020

De pronto despertamos



Cuando haya pasado el tiempo, 2020 fechará el fin de una utopía. Que, ya periclitada, parecerá una ensoñación de niños alunados por sus juguetes. El juguete se llamaba digitalización del mundo. Su ensueño marca, a caballo entre el siglo extinto y el nuevo, la jergática lengua de tres decenios.

Con los años noventa se había abierto una era nueva. Su password era «mercancía inmaterial». Su promesa: un mundo liberado de las duras servidumbres de la producción manual. A las rutinas fabriles iban a desplazarlas las creativas potencias de un intelecto colectivo, materializado en la fábrica virtual de algoritmos a la que daba soporte la red de colaboración llamada «Internet». El incremento de valor, desde Smith, Ricardo y Marx asociado a

la producción fabril de mercancías, se desplazaba a un nuevo territorio. En el cual, y no ya en el condensado por las energías corpóreas, se jugaba el beneficio: la telaraña de complejos algoritmos sobre la cual reposa la catedral cristalina de la cibernética.

Funcionó. Y exhibió un mundo deslumbrante, en el cual la riqueza instantánea estaba al alcance de cualquier chaval listo con un ordenador portátil y una conexión web decente. El desplazamiento de capitales hacia ese nuevo mercado fue vertiginoso, como la ley del valor impone siempre que una rentabilidad nueva barre de un golpe a los viejos negocios, disparando tasas de beneficio impensablemente superiores a las conocidas. Y la economía capitalista, de la noche a la mañana, se «inmaterializó». Las viejas fábricas desaparecieron de nuestro paisaje. Quedaron, cascarón vacío, edificios en ruina, hoy sólo objeto de estudio para exquisitos «arqueólogos industriales». Con las fábricas, desaparecieron los desagradables residuos contaminantes que son parte de toda producción material. Se entró en una era limpia: un mundo-greta.

Claro que había que seguir consumiendo cosas. Y, por tanto, produciéndolas. Pero la sutil red de ceros y unos permitía desplazar eso a territorios baratos, en los cuales el bienestar corpóreo no fuera relevante. Claro que los carísimos -o menos caros- conceptos de los diseñadores de moda milaneses, parisinos, neoyorquinos tenían que ser tejidos en tela para ser usados; pero esa tarea innoble se delegaba en talleres chinos o del sudeste asiático, en población reclusa no pocas veces. Claro que los inteligentes ordenadores no podían funcionar sin piezas físicas; pero esas piezas podían ser encargadas a un campo de concentración -lao-gai los llaman- en China con costes irrisorios. Desde luego que la química de los medicamentos había que concretarla -y con ella sus riesgos contaminantes en algún lugar: después de los terribles accidentes químicos de los decenios precedentes, el tercer mundo era un candidato maravilloso.

De pronto, despertamos. Para constatar que el virus pandémico, que mata y arruina a nuestro brillante mundo, nace en las afueras de un muy material laboratorio en China. Y que, estupenda paradoja, cosas tan tontas como las mascarillas o los útiles sanitarios vienen de la misma muy material fábrica en Wuhan. Que nuestra fabulosa telemática podría colapsarse si las tontas piececillas de nuestros ordenadores no nos siguieran siendo proporcionadas por las tiranías que las hacen manufacturar en sus tan poco pulcros campos de trabajo.

Vuelve a nosotros la fábrica. Sórdida, sucia, venenosa… Y ausente. Ausentes las mercancías, de cuyo envío somos dependientes. Dependientes de quien las fabrica. Lejos. Es el síndrome chino.

gabriel-albiac-2017-creditosGacriel Albiac, catedrático de Filosofía de la Complutense. Ha obtenido los premios González Ruano, Samuel Toledano y Nacional de Ensayo. Su último libro es «Blues de invierno»


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