La pandemia también mata la compasión

14 de marzo de 2020

Indiferencia ante el padecimiento




Algunos desastres, como los huracanes y los terremotos, pueden unir a las personas, pero a juzgar por la historia, las pandemias generalmente las separan. Estas son crisis en las cuales el distanciamiento social es una virtud. El miedo abruma los lazos normales del afecto humano.

En “El Decamerón”, Giovanni Boccaccio relata lo que ocurrió durante la plaga que asoló Florencia en 1348: “Y no digamos ya que un ciudadano esquivase al otro y que casi ningún vecino tuviese cuidado del otro, y que los parientes raras veces o nunca se visitasen, y de lejos: con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos, evitaban visitar y atender.”

En su libro sobre la epidemia de Londres de 1665, “Diario del año de la peste”, Daniel Defoe relata que en aquella época todos estaban tan preocupados por la seguridad personal que no había espacio para lamentar las penurias de los demás y que el peligro de una muerte inmediata eliminaba todo lazo de amor, toda preocupación por el otro”.

El temor motiva a la gente en estos momentos, pero también la vergüenza, ocasionada por las brutalidades que han de cometerse para reducir la diseminación de la enfermedad. En todas las pandemias, la gente se ve obligada a tomar las decisiones que los médicos en Italia ahora están obligados a tomar, retirar la atención a aquellos que están sufriendo y dejarlos a su suerte.

En la Venecia del siglo XVII, los trabajadores de la salud buscaron por toda la ciudad, identificaron a las víctimas de la plaga y las enviaron a “hospitales” aislados, donde dos terceras partes de los enfermos murieron. En muchas ciudades a lo largo de los siglos, las autoridades municipales encerraron a familias enteras en sus hogares, sellaron los accesos y bloquearon toda entrega de suministros o atención médica.

Frank Snowden, el historiador de Yale que escribió “Epidemics and Society”, argumenta que las pandemias ponen un espejo frente a la sociedad y nos obligan a hacernos preguntas fundamentales: ¿qué está tratando de decirnos la posible muerte inminente? ¿Dónde está Dios en todo esto? ¿Cuál es nuestra responsabilidad con los demás?

Las pandemias generan un sentimiento de fatalismo debilitante. La gente se da cuenta de lo poco que controla su vida. Antón Chéjov fue víctima de una epidemia de tuberculosis que afectó toda Rusia a finales del siglo XIX. Snowden señala que las obras que escribió durante su recuperación tratan sobre gente que se siente atrapada, en espera de acontecimientos fuera de su control, incapaz de actuar, incapaz de decidir.

Las pandemias también golpean más a los pobres y exacerban las divisiones de clase.

Peste negra
En 1884, el cólera golpeó Nápoles, en especial la Ciudad Baja, donde vivían los pobres. En el barrio corrieron los rumores de que los funcionarios de la ciudad estaban dejando que la enfermedad se esparciera deliberadamente. Cuando funcionarios despóticos de la salud pública llegaron a la Ciudad Baja, los lugareños se amotinaron y les arrojaron muebles, tirándolos por las escaleras.

Ahí se pensaba que la gente que comía fruta que aún estaba verde o muy madura transmitía la enfermedad. Los campesinos respondieron llevando canastas de fruta al Ayuntamiento y atiborrándose de fruta en público, una actitud desafiante contra la inutilidad de las élites ante la enfermedad.

La pandemia de gripe española que golpeó Estados Unidos en 1918 produjo reacciones similares. John M. Barry, autor de “The Great Influenza” informa que a medida que las condiciones empeoraron, los trabajadores de la salud en una ciudad tras otra suplicaron la presencia de voluntarios para cuidar de los enfermos. Pocos quisieron hacerlo.

En Filadelfia, el director de ayuda de emergencia suplicó ayuda para cuidar de los niños enfermos. Nadie respondió. El director de las organizaciones adoptó un tono sardónico: “Cientos de mujeres… tenían sueños encantadores en los que se veían como ángeles de compasión. … Ninguna parece evocarlos ahora. … Hay familias en las que todos están enfermos, en las que los niños se están muriendo de hambre porque no hay nadie que les dé comida. La tasa de mortalidad es tan alta y a pesar de ello se contienen”.

Esto explica una de las características más desconcertantes de la pandemia de 1918. Cuando se acabó, la gente no habló de ella; se escribieron pocos libros u obras al respecto. Alrededor de 675,000 estadounidenses perdieron la vida por la gripe, en comparación con 53,000 en combate durante la Primera Guerra Mundial y, sin embargo, su huella cultural consciente fue casi nula.

Tal vez se deba a que a la gente no le gustó en lo que se había convertido. Era un recuerdo vergonzoso y por ende se suprimió. En su disertación de 1976, “A Cruel Wind”, Dorothy Ann Pettit argumenta que la pandemia de gripe de 1918 generó una especie de letargo espiritual posterior. La gente surgió de ella física y espiritualmente exhausta. La gripe, escribe Pettit, tuvo un efecto que abatió y desilusionó el espíritu nacional.

Esta triste letanía tiene una excepción: los trabajadores de la salud. En cada pandemia hay médicos y enfermeras que responden con un heroísmo y compasión increíbles. Eso está ocurriendo hoy.

Hace poco, Mike Baker publicó un reportaje en The New York Times sobre el hospital EvergreenHealth en Kirkland, Washington, donde el personal dio una muestra de la práctica de la compasión que ha estado presente en todas las pandemias a lo largo de los siglos. “No hemos tenido problemas porque el personal no quiera venir”, dijo un ejecutivo de Evergreen. “Ha sucedido que el personal llama y dice: ‘Si me necesitan, estoy disponible’”.

Manos de bondad
Tal vez en esta ocasión aprendamos de su ejemplo. Tampoco sería mala idea tomar medidas para combatir la enfermedad moral que acompaña a la física.

Una Nota de David Brooks publicada originalmente en The New York Times



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