El otoño de Hemingway

11 de julio de 2020

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En el otoño de 1948, Ernest Hemingway decidió volver a Italia con su nueva esposa Mary Welsh, una periodista de Time a la que había conocido en los últimos meses de la guerra en Londres. Llevaba mucho tiempo soñando con ese viaje porque había sido herido en el frente en Fossalta cuando servía como conductor de ambulancias de la Cruz Roja en 1918. Fue alcanzado por el proyectil de un mortero austriaco y sufrió graves heridas en las dos piernas, que le obligaron a estar hospitalizado casi medio año. De aquella experiencia surgió «Adiós a las armas», tal vez su mejor novela, en la que rememora la relación con una enfermera de la que se enamoró.

Tres décadas después, Hemingway retornó a Italia y pasó unos días en Venecia junto a Mary. El matrimonio ya estaba en crisis.

Ernest Hemingway y su esposa Mary
El escritor alquiló un Buick descapotable de color azul para recorrer el norte del país hasta la zona alpina donde había sido herido tras la batalla de Isonzo. Un chofer se encargaba de conducir el coche y llevar a la pareja a suntuosos hoteles, donde él era acogido como una celebridad.

La editorial Hatari acaba de publicar «Hemingway en otoño», una crónica del periodista Andrea di Robilant, que reconstruye minuciosamente la historia de aquel viaje, en el que se volvió a enamorar de Adriana Ivancich, una joven de 18 años a la que cortejó a espaldas de su esposa.

Hemingway fue agasajado en aquel periplo por la aristocracia italiana, fue huésped del poderoso editor Arnoldo Mondadori, se divirtió cazando y pescando con sus amigos, alquiló una villa alpina para pasar el invierno y empleó casi todo su tiempo en una agotadora vida social. Todo aquello no era sino una cortina de humo, una distracción para olvidar lo que verdaderamente le preocupaba: su profunda crisis de creatividad.

Le costaba concentrarse y escribir con la fluidez de la que disfrutó en las décadas anteriores, cuando salieron de su pluma libros como «Fiesta» y «Por quién doblan las campanas», dos verdaderas obras maestras. Tras cuatro años de sequía intelectual, Hemingway publicaría en 1952 «El viejo y el mar», una novela que sin duda influyó en la concesión del Nobel poco después.

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Hasta su suicidio en 1961, cuando había cumplido 61 años, Hemingway no volvió a recuperar aquella creatividad que le había ayudado a ser uno de los mejores escritores de su tiempo. En la última década de su vida era demasiado rico, demasiado famoso y estaba demasiado envanecido.

Los mejores libros de la historia de la literatura han surgido del sufrimiento o de la desesperación. Hemingway había perdido todo estímulo para seguir creando. Estaba anestesiado por su éxito. Y era muy consciente de la pérdida de sus facultades intelectuales, aunque al final de sus días fue capaz de deleitarnos con «París era una fiesta», su canto del cisne y una rememoración del esplendor de su juventud cuando vagabundeaba por las calles de la capital francesa. Nos quedamos con aquel Hemingway, el mejor.

Pedro García Cuartango, articulista de Opinión Diario ABC de España




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