Rodolfo Izaguirre: La isla
9 de agosto de 2015
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Siempre recordaré el momento en el que el maestro del tercer grado pidió a uno de mis compañeros de aula que señalara en el mapa de Venezuela la isla de Margarita y el alumno comenzó a buscarla por el estado Bolívar y luego por el Apure y por los lados de Los Andes. Es decir, que ni siquiera sabía qué era una isla! ¡Yo sí! ¡Una porción de tierra rodeada de agua por todas partes! Pero era una apreciación incierta porque ignoraba entonces que existía el Paraguay de Augusto Roa Bastos el escritor que definió a su país natal algo sí como ¡una porción de tierra rodeada de tierra por todas partes! Tampoco sabía que existen islas bienaventuradas e islas malditas y mucho menos podía saber que existía un psiquiatra y psicoanalista suizo llamado Carl Jung que no solo dividió la psiquis en tres partes: el yo, el inconsciente personal y el inconsciente colectivo sino que consideró que más que una tonta porción de tierra rodeada de agua por todas partes o de tierra paraguaya rodeada de tierra por todas partes, la isla es “el refugio contra el amenazador asalto del mar del inconsciente”.
Aquel niño que buscaba una isla sin saber lo que estaba buscando; y yo mismo, asombrado de que no supiera qué era una isla, no sabíamos nada; ignorábamos que la isla es también símbolo de aislamiento, de soledad y de muerte y que en las islas malditas hay apariciones infernales y tormentas. En una de ellas, en Ogigia, vive Calipso una deidad de “carácter funerario”, anfitriona durante varios años de Odiseo y mediante trampas y engaños logró que su huésped postergara el viaje a Itaca. Pero así como hay islas malditas, las hay bienaventuradas cuyas orillas, se dice, están hechas de joyas pulverizadas, crecen árboles perfumados y se ven palacios que resplandecen bajo el sol. Se las conoce como “las islas de las joyas”.
Cuba fue hace tiempo una isla bienanventurada pero ocurrió que dos hermanos se apoderaron de ella y la convirtieron en una isla maldita. De la misma manera, el país venezolano conoció alguna vez la bienaventuranza de sus cielos despejados y un persistente soplo de libertad y de democracia antes de convertirse también en una isla maldita, desafortunada y empobrecida; quiero decir, en una porción de tierra rodeada por todas partes de militares y civiles corruptos, ¡ávidos de dinero!
En su diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot dice, además, que “donde ahora no se encuentran más que lagos salados y desiertos desnudos y desolados, existía un vasto mar interior que se extendía sobre el Asia central, en el cual se hallaba una isla de incomparable belleza, trasunto de la isla que se halla en medio de la rueda zodiacal en el océano superior, es decir, en los océanos del cielo” y advierte que los mismos signos del zodíaco son concebidos como doce islas.
La isla bienaventurada es como el paraíso terrenal y se habla de la isla que visitó san Brandan que tenía un árbol inmenso en cuya copa habitaban los pájaros y dos ríos que la atravesaban; el de la juventud y el de la muerte. Porque en los mitos griegos la isla bienaventurada es también el país de los muertos. En la isla bolivariana no vivimos en ella sino que ¡sobrevivimos! Somos náufragos que recorremos la porción de tierra buscando alimentos, medicinas y hasta hilos y agujas de coser; echamos al mar botellas con papelitos pidiendo auxilio y gritamos y manoteamos cuando pasa un barco a lo lejos, sin vernos.
Cuando encendemos la fogata para que desde el barco adviertan y observen la agonía de nuestra presencia ya se ha perdido en el horizonte y sentimos que nuevamente nos rodea la orfandad aunque siempre aparecen varios náufragos; algunos, mujeres muy valientes que nos reaniman y nos devuelven la esperanza de volver a ser la isla bienaventurada que fuimos.
Rodolfo Izaguirre
Escritor y Crítico de Cine
izaguirreblanco@gmail.com
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