Rodolfo Izaguirre: Una vida secreta
8 de julio de 2015
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En un semicírculo de 180 grados, el balcón se abre al nivel de las copas de un bosque de mangos, palmeras y otros árboles frondosos. Abajo, está el bello jardín con sus caminerías trazadas con arquitectónica sensibilidad paisajística. Lámparas esféricas agrupadas de a tres en cada poste iluminan no solo al jardín sino a los propios árboles, confiriéndoles en las noches un aspecto de radiante fantasmagoría.
Hay una vida que se agita dentro del espeso follaje de los árboles y se evidencia cuando un brusco remover de sus ramas rompe la verde serenidad de la copa y surge una ardilla suspendida milagrosamente sobre la rama del mango o en lo más alto de los otros árboles. Aparecen mariposas amarillas revoloteando como si no supieran sostenerse en el aire y hay pájaros, trinos y tal vez algún murciélago cruzando la noche.
La inagotable vida del árbol se emparenta con la inmortalidad. Si nos detenemos, como los simbolistas, a considerar que sus raíces deben corresponder a su altura es aceptar que el árbol conduce una vida subterránea desde el corazón de la tierra, donde se encuentra el infierno, hacia el azul del cielo y dentro del entramado de su denso follaje se oculta una vida secreta que se asemeja a la de algunos humanos. Añoro la que allí se remueve porque es la que habría deseado para mí puesto que llevo años tratando, sin lograrlo, de escuchar el rumor de los árboles cuando no sopla el viento.
Me consuela saber que hay monjes zen que dan vueltas al mundo sin salir de sus celdas porque lo hacen no a través del sueño sino a través del pensamiento afinando la sensibilidad y alimentándolo con profundas meditaciones sobre el misterio de la existencia y pasan toda su vida esforzándose por escuchar el sonido de una mano, algo impensable en el hombre de Occidente.
Descubrir la vida secreta de la copa de los árboles (que observo desde el balcón que, a su vez, está sembrado de plantas que dan flores de color lila, rosa y naranja), equivale a postergar y a sosegar a la muerte porque me fortalece esa vida que se mueve en la rama frágil que, sin embargo, soporta y se estremece cuando el pájaro de paso se sostiene en ella deteniendo su vuelo o cuando la ardilla abandona en otra rama su permanente agitación y nerviosismo.
Este goce se alcanza solo cuando hemos vivido lo suficiente como para saber que lo que hacemos o hemos hecho es detener nuestro propio vuelo, posarnos en el verdor de la vida y constatar que somos tan frágiles como las ramas del árbol; como las aves y las ardillas que se posan en ellas y nos obligamos a reconocer que también estamos de paso.
El tirano que ensombrece nuestras vidas o el caudillo civil en tiempos de democracia tienden a ignorar que, no obstante la perversidad de sus actos o las desconsideraciones de sus leyes y decretos, también están posados en la fragilidad de sus propias vidas; en la misma rama que sostiene al pájaro cuando detiene su vuelo o a la ardilla que trepa por los troncos y salta por las copas como una ligera nota de color que se desplaza en el aire verde de los árboles y en el azul celeste que es el velo que cubre a la divinidad. Estoy por creer que nuestros mandatarios en toda época y tal vez con mayor empeño los de la hora actual, afrentan y descoloran la pureza de esta beatitud.
Mis hijos me han hecho con sus vidas el mejor regalo que haya recibido nunca. Boris me hizo uno invalorable: llevarme en Londres a un lugar ecológico en el que puede uno caminar sobre las copas de los árboles; de igual manera, Claudio Nazoa en su casa de campo, en lo más alto de un árbol varias veces centenario, construyó un bar para celebrar el extraño milagro de la vida.
Vivir es ver pasar las nubes, decía Azorín. Creo que es algo todavía más sorprendente: es descubrir desde un balcón lleno de flores la vida secreta que se agita dentro de la copa de los árboles.
Rodolfo Izaguirre
Escritor y Crítico de Cine
izaguirreblanco@gmail.com
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