Gabriel Albiac: Liturgia parlamentaria

5 de diciembre de 2019

Liturgia del Parlamento



L
a liturgia no es un adorno: le debemos a Trento ese hallazgo. La liturgia es la red bien armonizada de los símbolos, arquetipos y representaciones que permiten a una comunidad reconocerse. Como sujeto colectivo, pero también en el mínimo recinto en el que cada subjetividad se ve a sí misma y ve a los otros como iguales en tanto que diferentes; porque ésa es la clave de una igualdad entre hombres libres: la diferencia. Lo igual lo decimos necesariamente de los distintos. Sin eso, la igualdad se trocaría en mortífera pulsión totalitaria: reducción de cada individuo a expresión automática de un poder omnímodo.

Llamamos libertad a esta certeza de que cada uno de los otros es igual a nosotros, porque es igual de diferente que nosotros a cada uno de ellos. La liturgia codifica tal paradoja. Su seriedad salva a cada partícula de diluirse en el todo. Dota también de belleza a una vida cotidiana que, de otro modo, estaría tan ásperamente desguarnecida. Y la viejecilla de pueblo que, en mi lejana infancia, se fundía reverencialmente en los acordes de la más bella música que haya ideado el hombre, la gran música sacra, era trocada así en partícipe, no sólo de la salvación espiritual y transmundana en la cual creía; también -y no en menor medida- en la salvación mundana que el deleite ante lo bello nos regala. Pensar que, desde el siglo XVI, la música de Victoria, de Guerrero, de Morales, de ese Dios mayor que es Bach, haya trocado en principesca la vida aun de los más desheredados pone una duda a esta petulancia nuestra cuando afirmamos vivir en el mejor de los mundos: un mundo en el que no hay ya música sacra, un mundo que desprecia las liturgias, un mundo que arrebató a los más desvalidos la sola cosa que tenían, la gratuidad de una majestuosa belleza, el sosiego de reconocerse -distinto cada uno- en ella.

El siglo XIX maquinó nuevos rituales. Era indispensable. Los viejos dioses se estaban esfumando. Era preciso consolidar dioses nuevos. Y a su nueva mirada ajustar nuevos ceremoniales. Uno lee a Jules Michelet y lo entiende: la gran mutación que abre en Europa la revolución de 1789 no es política. O no lo es más que por vía metafórica. Es una mutación teológica, que pone en cuestión el lugar de lo sagrado y de lo humano en el mundo de los dos últimos siglos.

Parlamento antiguo
Los padres de aquello supieron que nada se tendría en pie sin alzarle una liturgia adecuada, una liturgia que hiciera de los derechos de los hombres y los ciudadanos un sacramento, una estética. Mozart, Beethoven alzaron complejas ceremonias musicales a ese mundo emergente. Pero las grandes catedrales del nuevo mundo iban a ser los parlamentos. Porque en ellos la voz de todos esos distintos, de todos esos ciudadanos libres, podía ser el espejo comprensivo de los otros. El diputado no era sus representados. Pero sabía que su voz tenía sólo valor si acometía la laberíntica tarea de hacer que en él hablara cada uno de ellos.

Lugar litúrgico, el parlamento: lugar de una palabra sagrada en cuyo envite se juega la libertad de todos. ¿Qué quedaba de aquel inmenso proyecto de la vieja Europa, anteayer, en estas voces destempladas del parlamento español, en su perfecta ausencia de sintaxis, en la triste cantilena de gentes iletradas y arrogantes? La triste percepción de un patio de colegio muy mal educado. La sospecha de que, rota cualquier convenida liturgia, nada va a retener esta barbarie. No, la liturgia no fue nunca un adorno. Sin liturgia no hay templo. Esto es: no hay parlamento.

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Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía Universidad Complutense de Madrid



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