Sólo queda reinventarnos

4 de septiembre de 2020

Reinventarnos por Albiac



D
e repente, una sacudida no prevista hace tambalearse el decurso del tiempo, que nos habíamos empeñado en creer inalterable. Y, en esas grietas súbitas que craquelan su esmalte, irrumpe el desconcierto al cual llamamos historia. A mí, me han vuelto, a lo largo de este verano de reflexión desolada, las potentes palabras con las que Walter Benjamin daba retrato al huracán histórico: «Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, el ángel de la historia ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y las va arrojando a sus pies… Lo que llamamos progreso es sólo esa tempestad».

En tales grandes tempestades, nuestro apacible vivir de antes se nos revela como tiempo muerto: y lo añoramos. Hasta el instante en que el relámpago nos sacó del letargo, creíamos habitar un mundo ordenado, estable: un matemático rompecabezas cuyas piezas encajaban, pulcras. Para siempre. Y ese sueño de intemporalidad pudo llevar a algunos, muy ingenuos, a proclamar la apocatástasis, el «final de la historia»: ahora, apenas si el recuerdo de aquello mueve a risa, pero tuvo sus firmes partidarios en el fin del pasado siglo. Hasta que las tempestades retornaron con el nuevo. Como siempre.

Sin que sepamos cómo, nuestro mundo de amables monotonías se ha esfumado. Y lo añoramos. Sólo cuando no está, percibimos cuan grande había sido el privilegio de aburrirnos en su ausencia de sobresaltos o imprevistos. Y a aquella perezosa repetición de entonces, acertamos a llamarla por su nombre: lujo. Porque es verdad que hemos vivido el lujo discreto de las sociedades armoniosas: sin épica, desde luego, sin arrebatos de grandeza… y sin espanto. Atónitos, percibimos ahora que aquellas tibias naderías eran lo más envidiable de esta vida nuestra.

En la pandemia ha emergido a nuestras conciencias lo que nos esforzamos en no pensar: que nuestro mundo, que cualquier mundo de los hombres, se erige sobre un fino hielo quebradizo; que la norma, en estos sabedores de nuestra propia muerte que somos, es vivir siempre bajo la amenaza. Pascal encierra esa paradójica grandeza en líneas conmovedoras por inteligentes: «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se alce en armas para aplastarlo; un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Mas, aun cuando el universo lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que lo que lo mata, puesto que él sabe que muere y sabe la ventaja que el universo tiene sobre él. El universo nada sabe de ello».

Las mascarillas hacen caer las máscaras. Y en las grandes catástrofes, nos descubrimos vulnerables, efímeros. La alternativa nos golpea: o recomponerlo todo, a la medida del hostil tiempo que vino, o dejarnos borrar por él resignadamente. Pero el tiempo no da marcha atrás. Y, tras las grandes hecatombes, sólo procede reinventarlo todo. Reinventar, en primer lugar, una nación, de cuyo Estado fallido sólo quedan 17 esquirlas, inoperantes frente a emergencias mayores: médicas o de cualquier tipo.

Como a la luz de un relámpago, nos ciega la certeza de que ya nada de lo que fue repetiremos. Entrevemos la gravedad de un tiempo en el que cada acción individual -aun la más nimia- pone en juego nuestra vida y -lo que es más serio- la vida de los otros. Y, en esa gravedad, que convierte a cada uno en condición de supervivencia para todos, nos sabemos libres. Contra la dejadez, la idiotez, la inercia. Solitarios, libres: animales éticos.

gabriel-albiac-2017-creditosGabriel Albiac, catedrático de Filosofía de la Complutense. Ha obtenido los premios González Ruano, Samuel Toledano y Nacional de Ensayo. Su último libro es «Blues de invierno»



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